Entender la educación como un concepto mecánico es propulsar una sociedad pobre y sin convicciones. En el mundo de la globalización, en el que la información y los datos están al alcance de cualquiera, la formación se ha vuelto más importante de lo que nunca lo ha sido. Educar ya no significa enseñar una serie de conceptos que deban aprenderse de modo sistemático, sino despertar en el alumno la pasión necesaria para introducirse de lleno en ese mundo. Y todo eso no puede existir sin que el profesorado crea de verdad en lo que está enseñando.
La empatía es fundamental cuando se está tratando con niños, quienes a menudo encuentran lejanas las perspectivas de sus profesores, quienes entienden que son personas que no los entienden o que, sencillamente, habitan una dimensión diametralmente distinta a la suya. Esto es, a menudo, fruto del hastío profesional de educadores que pierden la consciencia de la profunda relevancia de su trabajo en la construcción de sociedades.
Un niño aprende con mayor facilidad si realmente se siente atraído por aquello que le están enseñando, y para conseguir esto la clave es bajar el conocimiento del pedestal de lo abstracto y traerlo al barro, donde a los niños les gusta chapotear. Los niños no son tontos: saben lo que quieren y quieren cosas que los cautiven. Divertirse y apasionarse son dos de las cosas más extraordinarias de la vida, dos cosas que a menudo nos negamos a nosotros mismos, pero que los más pequeños todavía se niegan a perder. No dejemos que lo hagan.
Fotografía: El club de los poetas muertos.