Quizá, si hay algo que caracterice realmente a los seres humanos, es su forma particular para comunicarse. No hay en la naturaleza, ninguna otra forma de vida, que alcance lo que los seres humanos hemos hecho gracias a nuestra habilidad.
Por supuesto, no es para creer que nuestra manera es mejor o superior a la de las demás formas de vida, y de hecho es tal vez solo un prejuicio pensar en que las formas de comunicarse de todos los seres que habitan el espacio conocido, sean siquiera equiparables.
Un viejo axioma de los teóricos de la comunicación plantea que no es posible no comunicarse, y es que, dónde es posible emitir alguna forma de estímulo que constituya un modo de ponerse en relación con otros seres, y esta emisión permita la interrelación con ese entorno, se puede decir que hay comunicación.
Pero más allá de eso, la idea contenida en esa frase célebre proveniente de la Escuela de Chicago, es que todo lo que hacemos o dejamos de hacer es susceptible de comunicar a otras cosas sobre nosotros mismos.
Lo único que es necesario es que haya alguien (otro) que reciba ese estímulo y para quien eso signifique algo. De modo que uno diría, bueno, pero si todo lo que hacemos comunica, porque tendríamos que preocuparnos por aprender o por desarrollar nuestras habilidades de comunicación.
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La respuesta está incluida precisamente en la idea de que si bien todo comunica, no necesariamente comunicamos lo que queremos comunicar. Y es muy posible que los otros o, incluso, nosotros mismos, cuando recibimos algo que podemos considerar información, pero que no ha sido preparada o destinada con ese fin, entendamos cualquier cosa, algo que no necesariamente sea verdad.
¿Te ha ocurrido alguna vez que los otros interpreten algo de ti que no era lo que querías decir?